En la madrugada del 7 de agosto de 1956, a doce cuadras de la estación del ferrocarril, un joven fotógrafo aficionado argentino que había llegado a Cali hacía poco menos de tres años, se estremeció con un estallido seco que parecía haber atravesado cada cuadra de la pequeña ciudad. ¿Qué habría ocasionado ese rugido ensordecedor? Sintió curiosidad. Pero en aquellos años de dictadura y de calles militarizadas habría resultado extraño deambular por alguna esquina. Eso pensó.
Sería solo con la salida de los primeros rayos del sol que Nils Bongue entendería que ese pequeño pueblo que lo había recibido con los brazos abiertos y en donde había tenido su primer trabajo como “ingeniero de lápices”, había sufrido una de las tragedias más grandes de la historia de Colombia hasta entonces, luego de que seis camiones provenientes de Buenaventura explotaran sobre la calle 25, justo en frente de la estación del ferrocarril.
La historia la recuerda Nils Bongue desde un rincón de su biblioteca, en una acogedora casa que habita junto su esposa Emelie Bartelsman, en el corregimiento de La Elvira. Rodeado de cuadros bellísimos pintados en su mayoría por su suegro Jan Bartelsman, Nils muestra cada una de las 20 fotografías que alcanzó a tomar tres días después de la tragedia.
“Al día siguiente la zona de la explosión se transformó en territorio militar vedado para el público. Había un círculo de guardia alrededor y allí no se podía entrar. Todo el mundo estaba tratando de averiguar qué era lo que había pasado y de acudir a sus sitios de trabajo para ayudar a arreglar los daños y cuidar que no hubiera saqueos”, recuerda.
Pero en realidad saqueos no hubo. En aquel año Nils trabajaba en Carvajal, en su sede de la carrera cuarta con calle 13, un edificio de cuatro pisos y ascensor, toda una novedad para la época. “Allí funcionaba el almacén que tenía las vitrinas más grandes del pueblo y que con la onda explosiva se volvieron trizas. Pero en realidad no hubo vandalismo”.
Justamente en Carvajal, Nils tenía un compañero que a su vez tenía un familiar militar. Entonces le pidió que lo ayudara a entrar a la zona de la explosión para tomar fotografías, armado de su inseparable Rolleiflex que había comprado hace años.
Su amor por la fotografía había comenzado un tiempo atrás cuando, luego de haber dejado su natal Argentina tras el contundente triunfo de Perón, fue a ganarse la vida a Chile. Allí conoció a Enrique Bello, un intelectual que lo vinculó con la revista Pro Arte que dirigía, y de a poco se fue convirtiendo en el todero de la publicación semanal.
“Yo venía de un ambiente en el que se respetaban las labores artísticas. Allá en Chile manejaba el Cine Club del departamento de extensión cultural de la Universidad de Chile. Tuve a Neruda en frente mío, a Nicanor Parra que acaba de cumplir 100 años y que varias veces me invitó a almorzar a su casa”, recuerda.
En ese ambiente de cultura y periodismo conoció y admiró a Bermúdez, un fotógrafo reconocido en la época. De él aprendió hasta que pudo tener su propia cámara y empezó a experimentar. Durante un tiempo fue el único que prestó el servicio de revelar fotografías a color; era la época del Ektachrome y del Kodachrome. “Con las películas de Kodachrome, cuando uno las procesaba, tenía que mandarlas a Estados Unidos y esperar 15 días a que llegaran los resultados. Con el Ekta el rollo se puede procesar; toma una hora y media de cambiar líquidos y secar, pero yo lo hacía en combinación con una casa de fotografía y eso me ayudaba a conocer mucho del proceso. Tenía mi propio laboratorio”.
Recién llegado a Colombia, Nils no solo se dedicó a retratar la belleza de esa pequeña ciudad que se le antojaba toda nueva, sino de sitios exóticos como San Agustín y Bueventura. Ya habían pasado por su lente la estatua de Sebastián de Belalcázar cuando el barrio Arboleda ni siquiera existía; el Charco del Burro sin asomos del Museo La Tertulia; las reliquias de San Agustín cuando en Colombia muy pocos conocían el parque arqueológico.
Al sitio de la tragedia pudo acceder tres días después. “Muchos de los cadáveres ya habían sido evacuados, y aunque aún había, a mí lo que me interesaba era que no se viera la sangre sino los efectos físicos de la explosión, que eran impresionantes. El hueco que quedó donde estaban los camiones era como de 20 metros de profundidad. Yo buscaba un compromiso en mostrar estéticamente la tragedia. En ese momento estaba intentando crear un estilo que finalmente nunca terminé de desarrollar”.
Las fotos nunca las mostró. Tras un intento fallido de publicarlas en la revista Life –las envió por correo y le fueron devueltas pues ya Foto Mult había hecho la tarea para ellos– las archivó y poco a poco fue dejando a un lado la fotografía para dedicarse a otros oficios y a criar a sus cuatro hijos.
Justamente uno de ellos, Erik Bongue, el mayor, egresado de la Universidad de Cornell y de NYU, se dedicó a rescatar esas fotos, a clasificarlas, a digitalizarlas. Hoy el archivo cuenta con cerca de 3.700 negativos de fotos históricas de Cali, Popayán y Buenaventura, muchas de tomadas por su abuelo, el artista Jan Bartelsman. Estas se pueden ver en la página web que creó para su divulgación y donde también se venden a los interesados: bonbar.co
Gracias a ese trabajo de clasificación y rescate, y a propósito de la conmemoración de los 60 años de la explosión del 7 de agosto, el Centro de Memoria Étnica y Cultural de la Secretaría de Cultura de Cali inauguró anoche una exposición con las veinte fotos del suceso ocurrido en Cali. Se trata de una buena oportunidad para rendirles un homenaje a todos aquellos aficionados a la fotografía que, como Nils, nos han permitido recordar nuestra historia; no olvidar nuestro pasado.